7 jun 2012

Adiós a Ray Bradbury

Murió Ray Bradbury, el autor de dos grandes clásicos de ciencia ficción que aparecen en todas las listas de lo mejorcito del género, Fahrenheit 451 y Crónicas Marcianas.

Fahrenheit 451 está ambientada en un futuro distópico en el que los bomberos se encargan de quemar libros, y de ahí el título de la novela, pues el papel arde a 451 grados Fahrenheit. Francois Truffaut dirigió una adaptación al cine en 1966 de esta novela, que se puede ver completa en YouTube.

Crónicas Marcianas, por su parte, es una colección de relatos que tienen como nexo común la llegada del hombre a Marte y las consecuencias de esto.

Su último trabajo publicado probablemente haya sido Take me home, un pequeño ensayo en The New Yorker en el que habla del origen de su pasión por la ciencia ficción, ya desde muy pequeño.


21 abr 2012

Cuento: La Máquina de Follar - Charles Bukowski


Hacía mucho calor aquella noche en el Bar de Tony. ni siquiera pensaba...
Hacía mucho calor aquella noche en el Bar de Tony. ni siquiera pensaba en follar. sólo en beber cerveza fresca. Tony nos puso un par para mí y para Mike el Indio, y Mike sacó el dinero. le dejé pagar la primera ronda. Tony lo echó en la caja registradora, aburrido, y miró alrededor... había otros cinco o seis mirando sus cervezas. imbéciles. así que Tony se sentó con nosotros.
-¿Qué hay de nuevo, Tony? -pregunté.
-Es una mierda -dijo Tony.
-No hay nada nuevo.
-Mierda -dijo Tony.
-Ay, mierda -dijo Mike el Indio.
Bebimos las cervezas.

-¿Qué piensas tú de la Luna? -pregunté a Tony.
-Mierda -dijo Tony.
-Sí -dijo Mike el Indio-, el que es un carapijo en la Tierra, es un carapijo en la Luna, qué mas da.
-Dicen que probablemente no haya vida en Marte -comenté.
-¿Y qué coño importa? -preguntó Tony.
-Ay, mierda -dije-. Dos cervezas más.

Tony las trajo, luego volvió a la caja con su dinero. Lo guardó. Volvió.
-Mierda, vaya calor. Me gustaría estar más muerto que los antiguos.
-¿Adónde crees tú que van los hombres cuando mueren, Tony?
-¿Y qué coño importa?
-¿Tú no crees en el Espíritu Humano?
-¡Eso son cuentos!
-¿Y qué piensas del Che, de Juana de Arco, de Billy el Niño, y de todos esos?
-Cuentos, cuentos.

Bebimos las cervezas pensando en esto.

-Bueno -dije-, voy a echar una meada.

Fui al retrete y allí, como siempre, estaba Petey el Búho. La saqué y empecé a mear.

-Vaya polla más pequeña que tienes -me dijo.
-Cuando meo y cuando medito sí. Pero soy lo que tú llamas un tipo elástico. Cuando llega el momento, cada milímetro de ahora se convierte en seis.
-Hombre, eso está muy bien, si es que no me engañas. Porque ahí veo por lo menos cinco centímetros.
-Es sólo el capullo.
-Te doy un dólar si me dejas chupártela.
-No es mucho.
-Eso es más que el capullo. Seguro que no tienes más que eso.
-Vete a la mierda, Petey.
-Ya volverás cuando no te quede dinero para cerveza.

Volví a mi asiento.
-Dos cervezas más- pedí.
Tony hizo la operación habitual. Luego volvió.

-Vaya calor, voy a volverme loco -dijo.
-El calor te hace comprender precisamente cuál es tu verdadero yo -le expliqué a Tony.
-¡Corta ya! ¿me estás llamando loco?
-La mayoría lo estamos. pero permanece en secreto.
-Si, claro, suponiendo que tengas razón en esa chorrada, dime, ¿cuántos hombres cuerdos hay en la tierra? ¿hay alguno?
-Unos cuantos.
-¿Cuántos?
-¿De todos los millones que existen?
-Sí, sí.
-Bueno, yo diría que cinco o seis.
-¿Cinco o seis? -dijo Mike el Indio-. ¡Hombre no jodas!
-¿Cómo sabes que estoy loco? di -dijo Tony-. ¿Cómo podemos funcionar si estamos locos?
-Bueno, dado que estamos todos locos, hay sólo unos cuantos para controlarnos, demasiado pocos, así que nos dejan andar por ahí con nuestras locuras. De momento, es todo lo que pueden hacer. Yo en tiempos creía que los cuerdos podrían encontrar algún sitio donde vivir en el espacio exterior mientras nos destruían. Pero ahora sé que también los locos controlan el espacio.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque ya plantaron la bandera norteamericana en la luna.
-¿Y si los rusos hubieran plantado una bandera rusa en la luna?
-Sería lo mismo -dije.
-¿Entonces tú eres imparcial? -preguntó Tony.
-Soy imparcial con todos los tipos de locura.

Silencio. Seguimos bebiendo. Tony también; empezó a servirse whisky con agua. podía; era el dueño.

-Coño, qué calor hace -dijo Tony.
-Mierda, sí -dijo Mike el Indio. Entonces Tony empezó a hablar.
-Locura -dijo- ¿y si os dijera que ahora mismo está pasando algo de auténtica locura?
-Claro -dije.
-No, no, no... ¡quiero decir AQUI, en mi bar!
-¿Sí?
-Sí. algo tan loco que a veces me da miedo.
-Explícame eso, Tony -dije, siempre dispuesto a escuchar los cuentos de los otros.

Tony se acercó más.
-Conozco a un tío que ha hecho una máquina de follar. No esas chorradas de las revistas de tías, esas cosas que se ven en los anuncios. Botellas de agua caliente con coños de carne de buey cambiables, todas esas chorradas. -este tipo lo ha conseguido de veras. Es un científico alemán, lo cogimos nosotros, quiero decir nuestro gobierno. Antes de que pudieran agarrarlo los rusos. No lo contéis por ahí.
-Claro hombre, no te preocupes...
-Von Brashlitz. El gobierno intentó hacerle trabajar en el ESPACIO. No hubo nada que hacer. Es un tipo muy listo, pero no tiene en la cabeza más que esa MAQUINA DE FOLLAR. Al mismo tiempo, se considera una especie de artista, a veces dice que es Miguel Angel... le dieron una pensión de quinientos dólares al mes para que pudiera seguir lo bastante vivo para no acabar en un manicomio. Anduvieron vigilándole un tiempo, luego se aburrieron o se olvidaron de él, pero seguían mandándole los cheques, y de vez en cuando, una vez al mes o así, iba un agente y hablaba con él diez o veinte minutos, mandaba un informe diciendo que aún seguía loco y listo. Así que él andaba por ahí de un sitio a otro, con su gran baúl rojo hasta que, por fin, una noche, llega aquí y empieza a beber. Me cuenta que es sólo un viejo cansado, que necesita un lugar realmente tranquilo para hacer sus experimentos. Y le escondí aquí. Aquí vienen muchos locos, ya sabéis.
-Si- dije yo.
-Luego, amigos, empezó a beber cada vez más, y acabó contándomelo. Había hecho una mujer mecánica que podía darle a un hombre más gusto que ninguna mujer real de toda la historia... además sin tampax, ni mierdas, ni discusiones.
-Llevo toda la vida buscando una mujer así -dije yo.
Tony se echó a reír.
-Y quién no. Yo creía que estaba chiflado, claro, hasta que una noche después de cerrar subí con él y sacó la MAQUINA DE FOLLAR del baúl rojo.
-¿Y?
-Fue como ir al cielo antes de morir.
-Déjame que imagine el resto -le pedí.
-Imagina.
-Von Brashlitz y su MAQUINA DE FOLLAR están en este momento arriba, en esta misma casa.
-Eso es -dijo Tony.
-¿Cuánto?
-Veinte billetes por sesión.
-¿Veinte billetes por follarse una máquina?
-Ese tipo ha superado a lo que nos creó, fuese lo que fuese. Ya lo verás.
-Petey el Búho me la chupa y me da un dólar.
-Petey el Búho no está mal, pero no es un invento que supere a los dioses.
Le di mis veinte.
-Te advierto, Tony, que si se trata de una chifladura del calor, perderás a tu mejor cliente.
-Como dijiste antes, todos estamos locos de todas formas. Puedes subir.
-De acuerdo -dije.
-Vale -dijo Mike el Indio-. Aquí están mis veinte.
-Os advierto que yo sólo me llevo el cincuenta por ciento. El resto es para von Brashlitz. quinientos de pensión no es mucho con la inflación y los impuestos, y von B. bebe cerveza como un loco.
-De acuerdo -dije-. Ya tienes los cuarenta. ¿Dónde está esa inmortal MAQUINA DE FOLLAR?

Tony levantó una parte del mostrador y dijo:
-Pasad por aquí. Tenéis que subir por la escalera del fondo. Cuando lleguéis llamáis y decís «nos manda Tony».
-¿En cualquier puerta?
-La puerta 69.
-Vale -dije-, ¿qué más?
-Listo -dijo Tony-, preparad las pelotas.

Encontramos la escalera. Subimos.

-Tony es capaz de todo por gastar una broma -dije.
Llegamos. allí estaba: puerta 69.
Llamé:

-Nos manda Tony.
-¡Oh, pasen, pasen, caballeros!


Allí estaba aquel viejo chiflado con aire de palurdo, vaso de cerveza en la mano, gafas de cristal doble, como en las viejas películas. Tenía visita al parecer, una tía joven, casi demasiado, parecía frágil y fuerte al mismo tiempo.
Cruzó las piernas, toda resplandeciente: rodillas de nylon, muslos de nylon, y esa zona pequeña donde terminan las largas medias y empieza justo esa chispa de carne. Era todo culo y tetas, piernas de nylon, risueños ojos de límpido azul...

-Caballeros... mi hija Tanya...
-¿Qué?
-Sí, ya lo sé, soy tan... viejo... pero igual que existe el mito del negro que está siempre empalmado, existe el de los sucios viejos alemanes que no paran de follar. Pueden creer lo que quieran. De todos modos, ésta es mi hija Tanya...
-Hola, muchachos -dijo ella sonriendo.

Luego todos miramos hacia la puerta en que había ese letrero: SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR.
Terminó su cerveza.

-Bueno... supongo, muchachos, que venís a por el mejor POLVO de todos los tiempos...
-¡Papaíto! -dijo Tanya-. ¿Por qué tienes que ser siempre tan grosero?
Tanya recruzó las piernas, más arriba esta vez, y casi me corro.

Luego, el profesor terminó otra cerveza, se levantó y se acercó a la puerta del letrero SALA DE ALMACENAJE DE LA MAQUINA DE FOLLAR. se volvió y nos sonrió. luego, muy despacio, abrió la puerta. Entró y salió rodando aquel chisme que parecía una cama de hospital con ruedas.
El chisme estaba DESNUDO, una mesa de metal.
El profesor nos plantó aquel maldito traste delante y empezó a tararear una cancioncilla, probablemente algo alemán.
Una masa de metal con aquel agujero en el centro. El profesor tenía una lata de aceite en la mano, la metió en el agujero y empezó a echar sin parar de aquel aceite. Sin dejar de tararear aquella insensata canción alemana.
Y siguió un rato echando aceite hasta que por fin nos miró por encima del hombro y dijo: «bonita, ¿eh?». Luego, volvió a su tarea, a seguir bombeando aceite allí dentro.

Mike el Indio me miró, intentó reírse, dijo:
-Maldita sea... ¡han vuelto a tomarnos el pelo!

-Si -dije yo-, estoy como si llevara cinco años sin echar un polvo, pero tendría que estar loco para meter el pijo en ese montón de chatarra.
Von Brashlitz soltó una carcajada. se acercó al armario de bebidas. Sacó otro quinto de cerveza, se sirvió un buen trago y se sentó frente a nosotros.

-Cuando empezamos a saber en Alemania que estaba perdida la guerra, y empezó a estrecharse el cerco, hasta la batalla final de Berlín, comprendimos que la guerra había tomado un giro nuevo: la auténtica guerra pasó a ser entonces quién agarraba más científicos alemanes. Si Rusia conseguía la mayoría de los científicos o si los conseguía Norteamérica... los que más consiguieran serían los primeros en llegar a la Luna, los primeros en llegar a Marte... los primeros en todo. En fin, el resultado exacto no lo sé... numéricamente o en términos de energía cerebral científica. sólo sé que los norteamericanos me cogieron primero, me agarraron, me metieron en un coche, me dieron un trago, me pusieron una pistola en la sien, hicieron promesas, hablaron y hablaron. yo lo firmé todo...
-Todas esas consideraciones históricas me parecen muy bien -dije yo-. Pero no voy a meter la polla, mi pobrecita polla, en ese cacharro de acero o de lo que sea. Hitler debía ser realmente un loco para confiar en usted. ¡Ojalá le hubieran echado el guante los rusos! ¡yo lo que quiero es que me devuelvan mis veinte dólares!

Von Brashlitz se echó a reír.

-jiii jiii jiii ji... es sólo mi bromita de siempre. jiii jiii jiii ji!
Metió otra vez el cacharro en el cuartito. cerró la puerta.
-¡Ay, ji jiii ji! -bebió otro trago de schnaps. Luego se sirvió más. lo liquidó.

-Caballeros, ¡yo soy un artista y un inventor! mi MAQUINA DE FOLLAR es en realidad mi hija, Tanya...
-¿Más chistecitos, von? -pregunté.
-¡No es ningún chiste! ¡Tanya! ¡Ponte en el regazo de este caballero!

Tanya soltó una carcajada, se levantó, se acercó, y se sentó en mi regazo.

¿Una MAQUINA DE FOLLAR? ¡no podía serlo! su piel era piel, o lo parecía, y su lengua cuando entró en mi boca al besarnos, no era mecánica... cada movimiento era distinto, y respondía a los míos. Me lancé inmediatamente, le arranqué la blusa, le metí mano en las bragas, hacía años que no estaba tan caliente; luego nos enredamos; de algún modo acabamos de pie... y la entré de pie, tirándole de aquel pelo largo y rubio, echándole la cabeza hacia atrás, luego bajando, separándole las nalgas y acariciándole el ojo del culo mientras le atizaba, y se corrió... la sentí estremecerse, palpitar, y me corrí también.
¡Nunca había echado polvo mejor!

Tanya se fue al baño, se limpió y se duchó, y volvió a vestirse para Mike el Indio. Supuse.
-El mayor invento de la especie humana -dijo muy serio von Brashlitz.
Tenía toda la razón.

Por fin Tanya salió y se sentó en mi regazo.

-¡NO! ¡NO! ¡TANYA! ¡AHORA LE TOCA AL OTRO! ¡CON ESE ACABAS DE FOLLAR!
Ella parecía no oír, y era extraño, incluso en una MAQUINA DE FOLLAR, porque yo nunca había sido muy buen amante, la verdad.

-¿Me amas? -preguntó.
-Si.
-Te amo, y soy muy feliz. y... teóricamente no estoy viva. Ya lo sabes, ¿verdad?
-Te amo, Tanya, eso es lo único que sé.
-¡Cago en tal! -chilló el viejo-. ¡Esta JODIDA MAQUINA!

Se acercó a la caja barnizada en que estaba escrita la palabra TANYA a un lado. Salían unos pequeños cables; había marcadores y agujas que temblequeaban, y varios indicadores, luces que se apagaban y se encendían, chismes que tictaqueaban... von B. era el macarra más loco que había visto en mi vida. Empezó a hurgar en los marcadores, luego miró a Tanya:

-¡25 AÑOS! ¡toda una vida casi para construirte! ¡Tuve que esconderte incluso de HITLER! y ahora... ¡pretendes convertirte en una simple y vulgar puta!
-No tengo veinticinco -dijo Tanya-. -Tengo veinticuatro.
-¿Lo ves? ¿lo ves? ¡como una zorra normal y corriente!

Volvió a sus marcadores.

-Te has puesto un carmín distinto -dije a Tanya.
-¿Te gusta?
-¡Oh, sí!
Se inclinó y me besó.

Von B. seguía con sus marcadores. Tenía el presentimiento de que ganaría él.
Von Brashlitz se volvió a Mike el Indio:
-No se preocupe, confíe en mí, no es más que una pequeña avería. Lo arreglaré en un momento.
-Eso espero -dijo Mike el Indio-. Se me ha puesto en treinta y cinco centímetros esperando y he pagado veinte dólares.
-Te amo -me dijo Tanya-. No volveré a follar con ningún otro hombre. Si puedo tenerte a ti, no quiero a nadie más.
-Te perdonaré Tanya, hagas lo que hagas.

El profe estaba corridísimo. Seguía con los cables pero nada lograba.

-¡TANYA! ¡AHORA TE TOCA FOLLAR CON EL OTRO! estoy... cansándome ya... tengo que echar otro traguito de aguardiente... dormir un poco... Tanya...
-oh -dijo Tanya- ¡este jodido viejo! ¡tú y tus traguitos, y luego te pasas la noche mordisqueándome las tetas y no puedo dormir! ¡ni siquiera eres capaz de conseguir un empalme decente! ¡eres asqueroso!
-¿COMO?
-¡DIJE «QUE NI SIQUIERA ERES CAPAZ DE CONSEGUIR UN EMPALME DECENTE»!
-¡Esto lo pagarás Tanya! ¡Eres creación mía, no yo creación tuya!

Seguía hurgando en sus mágicos marcadores. Quiero decir, en la máquina. Estaba fuera de sí, pero se veía claramente que la rabia le daba una clarividencia que le hacía superarse.

-Es sólo un momento, caballero -dijo dirigiéndose a Mike-. ¡Sólo tengo que ajustar los cuadros electrónicos! ¡un momento! ¡vale! ¡ya está!
Entonces se levantó de un salto. aquel tipo al que habían salvado de los rusos.
Miró a Mike el Indio.
-¡Ya está arreglado! ¡La máquina está en orden! ¡a divertirse caballero!
Lluego, se acercó a su botella de aguardiente, se sirvió otro pelotazo y se sentó a observar.

Tanya se levantó de mi regazo y se acercó a Mike el Indio. vi que Tanya y Mike el Indio se abrazaban.
Tanya le bajó la cremallera. Le sacó la polla, ¡menuda polla tenía el tío! había dicho treinta y cinco centímetros, pero parecían por lo menos cincuenta.
Luego Tanya rodeó con las manos la polla de Mike. El gemía de gozo.
Luego la arrancó de cuajo. La tiró a un lado.
Vi el chisme rodar por la alfombra como una disparatada salchicha, dejando tristes regueruelos de sangre. Fue a dar contra la pared. Allí se quedó como algo con cabeza pero sin piernas y sin lugar alguno a donde ir... lo cual era bastante cierto.

Luego, allá fueron las BOLAS volando por el aire. una visión saltarina y pesada. simplemente aterrizaron en el centro de la alfombra y no supieron qué hacer más que sangrar. Así que sangraron.
Von Brashlitz, el héroe de la invasión rusonorteamericana, miró ásperamente lo que quedaba de Mike el Indio, mi viejo camarada de sople, rojo rojo allá en el suelo, manando por su centro... von B. se dio el piro, escaleras abajo...
La habitación 69 había hecho de todo salvo aquello.

Luego le pregunté a ella:

-Tanya, habrá problemas aquí muy pronto. ¿Por qué no dedicamos el número de la habitación a nuestro amor?
-¡Como quieras, amor mío!
Lo hicimos, justo a tiempo; y luego entraron aquellos idiotas.
Uno de aquellos enterados declaró entonces muerto a Mike el Indio.

Y como von B. era una especie de producto del gobierno norteamericano, en seguida se llenó aquello de gente, varios funcionarios de mierda de diversos tipos, bomberos, periodistas, la pasma, el inventor, la CIA, el FBI y otras diversas formas de basura humana.

Tanya vino y se sentó en mi regazo.
-Ahora me matarán. Procura no entristecerte, por favor.
No contesté.

Luego von Brashlitz se puso a chillar, apuntando a Tanya:

-¡SE LO ASEGURO, CABALLEROS, ELLA NO TIENE NINGUN SENTIMIENTO! ¡CONSEGUI QUE HITLER NO LA AGARRASE! ¡Se lo aseguro, no es más que una MAQUINA!
Todos se limitaron a quedarse allí mirándole. nadie le creía.
Era ni más ni menos la máquina más bella, la mujer por así decirlo, que habían visto en su vida.

-¡Maldita sea! ¡majaderos! Toda mujer es una máquina de follar, ¿es que no se dan cuenta? ¡Apuestan al mejor caballo! ¡EL AMOR NO EXISTE! ¡ES UN ESPEJISMO DE CUENTO DE HADAS COMO LOS REYES MAGOS!

Aun así no le creían.

-¡ESTO es sólo una máquina! ¡no tengan ningún MIEDO! ¡MIREN!
Von Brashlitz agarró uno de los brazos de Tanya.Lo arrancó de cuajo del cuerpo.
Y dentro, dentro del agujero del hombro, se veía claramente, no había más que cables y tubos, cosas enroscadas y entrelazadas, además de cierta sustancia secundaria que recordaba vagamente la sangre.

Y yo vi a Tanya allí de pie con aquellos alambres enroscados colgándole del hombro donde antes tenía el brazo. me miró:

-¡Por favor, hazlo por mí! recuerda que te pedí que no te pusieras triste.
Vi como se echaban sobre ella, como la destrozaban y la violaban y la mutilaban. No pude evitarlo. apoyé la cabeza en las rodillas y me eché a llorar...

Mike el Indio nunca llegó a cobrarse sus veinte dólares.

Pasaron unos meses.No volví al bar. Hubo juicio, pero el gobierno eximió de toda culpa a von B. y a su máquina. Me trasladé a otra ciudad. lejos. Y un día estaba sentado en la peluquería y cogí una revista pornográfica. había un anuncio:
«¡Hinche su propia muñequita! veintinueve dólares noventa y cinco. Goma resistente, muy duradera. Cadenas y látigos incluidos en el lote. Un bikini, sostén, bragas, dos pelucas, barra de labios y un tarrito de poción de amor incluidos. Von Brashlitz Co.».
Envié un pedido. a un apartado de Massachusetts. también él se había trasladado.
El paquete llegó al cabo de unas tres semanas. fue bastante embarazoso porque yo no tenía bomba de bicicleta, y me puse muy caliente cuando saqué todo aquello del paquete. tuve que bajar a la gasolinera de la esquina y utilizar la bomba de aire.

Hinchada tenía mejor pinta. grandes tetas, un culo. inmenso.

-¿Qué es eso que tiene ahí, amigo? -me preguntó el de la gasolinera.
-Oiga, oiga, yo le he pedido prestado un poco de aire. Soy un buen cliente, ¿no?
-Bueno, bueno, puede coger el aire. Pero es que no puedo evitar la curiosidad... ¿qué tiene ahí?
-¡Vamos, déjeme en paz! -dije.
-¡DIOS MIO! ¡qué TETAS! ¡mire, mire!
-¡Ya las veo, imbécil!
Le dejé con la lengua fuera, me eché el chisme al hombro y volví a casa. me metí en el dormitorio.
Aún estaba por plantearse la gran cuestión...
Abrí las piernas buscando algún tipo de abertura. Von B. no lo había hecho mal del todo.

Me eché encima y empecé a besar aquella boca de goma. de cuando en cuando echaba mano a una de las gigantescas tetas de goma y la chupaba. Le había puesto una peluca amarilla y me había frotado con la poción de amor toda la polla. No hizo falta mucha poción de amor, con la del tarro habría para un año. La besé apasionadamente detrás de las orejas, le metí el dedo en el culo y le di sin parar. Luego la dejé, di un salto, le encadené los brazos a la espalda, con el candadito y la llave, y le azoté el culo de lo lindo con los látigos.
¡Dios mío, voy a volverme loco! pensé.
Después de azotarla bien, volví a metérsela. follé y follé. Era más bien aburrido, la verdad. Imaginé perros follando con gatas; imaginé dos personas follando en el aire mientras caían de un rascacielos. Imaginé un coño grande como un pulpo, reptando hacia mí, apestoso, anhelante de orgasmo. Recordé todas las bragas, rodillas, piernas, tetas y coños que había visto. La goma sudaba; yo sudaba.

-¡Te amo, querida! -susurré jadeante en sus oídos de goma.

Me fastidia admitirlo, pero me obligué a eyacular en aquella sarnosa masa de goma. No se parecía en nada a Tanya. Cogí una navaja de afeitar y destrocé el artefacto. Lo tiré donde las latas vacías de cerveza.
¿Cuántos hombres compran esos chismes absurdos en Norteamérica?
¿No pasas ante medio centenar de máquinas de joder si das una vuelta por cualquier calle céntrica de una gran ciudad de Norteamérica? con la única diferencia de que éstas pretenden ser mujeres.

Pobre Mike el Indio, con su polla muerta de cincuenta centímetros.
Todos los pobres mikes. Todos los que escalan el Espacio. Todas las putas de Vietnam y Washington.
Pobre Tanya, con su vientre que había sido el vientre de un cerdo. Sus venas que habían sido las venas de un perro. Apenas cagaba o meaba, follar, sólo follaba (corazón, voz y lengua prestados por otros). Por entonces, sólo debían haber hecho unos diecisiete transplantes de órganos. Von B. iba muy por delante de todos.
Pobre Tanya, qué poco había comido la pobre... básicamente queso barato y uvas pasas. Nunca había deseado dinero ni propiedades ni grandes coches nuevos, ni casas supercaras. Jamás había leído el diario de la tarde. No deseaba en absoluto una televisión en color, ni sombreros nuevos, ni botas de lluvia, ni charlas de patio con mujeres idiotas; jamás había querido un marido médico, o corredor de bolsa, o miembro del Congreso o policía.

Y el tipo de la gasolinera sigue preguntándome:

-Oiga, ¿qué fue de aquello que trajo a hinchar aquel día?

Pero ya no me lo preguntará más. Voy a echar gasolina en otro sitio. Y no volveré tampoco a la barbería donde vi la revista del anuncio de la muñeca de goma de Von B. voy a intentar olvidarlo todo.

6 mar 2012

Cumpleaños de Gabriel García Márquez -> Cuento: El avión de la Bella durmiente

Con motivo del cumpleaños del Colombiano premio nobel de literatura Gabriel García Márquez, quiero compartir con ustedes este cuento corto, espero lo disfruten.


 

El avión de la Bella Durmiente.

Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesiá que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.

Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.

Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla,de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.

—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.

Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.

—Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.

—Cuatro.

Su sonrisa tuvo un destello triunfal.

—En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.

Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.

—¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.

Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.

Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.

A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.

El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.

Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.

Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.

Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.

Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A tu salud, bella.

Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y limpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espúmas,de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.

—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.

Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.

Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.

El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.

Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.

Junio 1982.

FIN

2 mar 2012

Banda de turistas - El rogadero




Marrano por cuotas

Cuando marranobomba despertó, le faltaban 250grs de tocino y 500grs de chuleta.


Imagen tomada del twitter de @meich.

7 feb 2012

Instrucciones para llorar - Julio Cortázar

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará  con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.