"Al contrario de lo que suponen las teologías perezosas, la energía de la vida proviene del desequilibrio, la creatividad del error, el arte del caos. En términos evolutivos la cucaracha es más perfecta que el hombre"
Nunca he confiado en los ascetas, monjes, anacoretas, místicos o cualquiera que se recluya por fuera de este mundo a intentar la perfección, la iluminación, la santidad. Hay algo sospechoso en sus maneras, en su velocidad; sus atuendos denotan cierta tranquilidad parecida a la indiferencia. No sé si por las mismas razones nunca he podido imaginar a un Dios inmortal y perfecto. ¿Acaso una eternidad impoluta no equivale a un aburrimiento interminable? Al saberse inmortal, ¿no se convirtió Homero en troglodita?
Más allá de estas cuestiones metafísicas, valdría la pena preguntarse cuáles han sido las secuelas culturales e ideológicas producidas por la concepción de una divinidad perfecta que es capaz de producir un mundo imperfecto.
¿Tendrá esto algo que ver con la esquizofrenia y la hipocresía que proliferan en nuestras sociedades? Me viene a la memoria una frase de Schiller: “Cuando los dioses eran más humanos, los humanos eran más divinos”.
Enfrentados al aburrimiento de Dios, cabe preguntarnos si podríamos hacer una “antología” o “elogio del error”, una reivindicación de los segundos y terceros lugares, un triunfo del desequilibrio.
El problema no es que la perfección sea inalcanzable —es posible lograr una “perfección formal”. Ejemplo de esto son teoremas matemáticos, enunciados lógicos, sonatas para piano, algunas manifestaciones de las artes plásticas y literarias: todos ellos universos que perduran por su forma, por su técnica, por su belleza, no por lo que nos puedan enseñar sobre la realidad.
Dice Bertrand Russell que el escepticismo es el único sistema filosóficamente perfecto, el único que, en vez de intentar una explicación del universo, exhibe argumentos sobre la imposibilidad de conocer, o al menos sobre la imposibilidad de un conocimiento no subjetivo de la realidad. Bástenos citar a Kant: “No es posible conocer la cosa en sí, sólo la cosa para mí”. Dicho esto, ninguna afirmación sobre la realidad puede formularse sin caer en un error. El conocimiento, lo que llamamos conocimiento, sólo puede existir en el error. Un error que vale la pena cometer.
La educación debería estar menos enfocada en transmitir conocimientos rígidos, modelos que funcionan en condiciones ideales, propiedades algebraicas, versiones estereotipadas de la historia, y en vez de eso debería ayudarnos a desarrollar una actitud crítica, a estimular la imaginación y la intuición, debería mostrarnos lo infinitamente compleja que es cualquier realidad humana, cualquier sociedad, cualquier organización.
En sus Cartas a un joven poeta, Rainer Maria Rilke recomienda buscar siempre lo más difícil, “porque ahí se encuentra todo lo viviente”. El arte nunca nace de la plenitud, nace, en cambio, de una cierta tensión del vacío y como una forma de resolver esa tensión, no anulándola, sino ofreciéndole un cuerpo y un alma, que es el objeto artístico.
Incluso podríamos decir lo mismo de la historia: es sobre todo en los períodos de guerra cuando se producen saltos en el desarrollo tecnológico y en la evolución social de las naciones.
El movimiento nace del desequilibrio. La vida nace del desequilibrio, de la diferencia de potenciales químicos, eléctricos, gravitatorios. La supuesta “muerte térmica” del universo ocurre cuando toda la energía se encuentra en un equilibrio inmóvil, tibio y eterno.
Una amiga cristiana se declaró antidarwiniana cuando le dije que nosotros éramos producto de un error genético. Las cucarachas son animales primitivos porque están tan bien diseñadas, son tan adaptables, que nunca tuvieron que evolucionar. El error es la quintaesencia del universo. La inteligencia sólo puede desarrollarse en la dificultad. Es así como nosotros nos definimos sobre todo por nuestras carencias y necesidades, por lo que no tenemos, por lo que no podemos alcanzar: “El hombre no se enamora de lo que ve, sino de lo que sueña”.
Por eso durante algunas tardes, cuando la ciudad, por unos segundos, parece intentar una siesta, imagino a un Dios equivocado e impotente, abatido por el destino de esta humanidad. Yo me recuesto en silencio, y me siento capaz de perdonarlo. Sólo un mundo disparatado produce vanguardias, teorías filosóficas, jóvenes idealistas, soñadores sin tregua. Si bien aceptar el mundo tal y como es resulta una proposición inmoral, lo cierto es que la vida en un paraíso terrenal equivaldría a una felicidad animal: inconsciente y vacua.
Más allá de estas cuestiones metafísicas, valdría la pena preguntarse cuáles han sido las secuelas culturales e ideológicas producidas por la concepción de una divinidad perfecta que es capaz de producir un mundo imperfecto.
¿Tendrá esto algo que ver con la esquizofrenia y la hipocresía que proliferan en nuestras sociedades? Me viene a la memoria una frase de Schiller: “Cuando los dioses eran más humanos, los humanos eran más divinos”.
Enfrentados al aburrimiento de Dios, cabe preguntarnos si podríamos hacer una “antología” o “elogio del error”, una reivindicación de los segundos y terceros lugares, un triunfo del desequilibrio.
El problema no es que la perfección sea inalcanzable —es posible lograr una “perfección formal”. Ejemplo de esto son teoremas matemáticos, enunciados lógicos, sonatas para piano, algunas manifestaciones de las artes plásticas y literarias: todos ellos universos que perduran por su forma, por su técnica, por su belleza, no por lo que nos puedan enseñar sobre la realidad.
Dice Bertrand Russell que el escepticismo es el único sistema filosóficamente perfecto, el único que, en vez de intentar una explicación del universo, exhibe argumentos sobre la imposibilidad de conocer, o al menos sobre la imposibilidad de un conocimiento no subjetivo de la realidad. Bástenos citar a Kant: “No es posible conocer la cosa en sí, sólo la cosa para mí”. Dicho esto, ninguna afirmación sobre la realidad puede formularse sin caer en un error. El conocimiento, lo que llamamos conocimiento, sólo puede existir en el error. Un error que vale la pena cometer.
La educación debería estar menos enfocada en transmitir conocimientos rígidos, modelos que funcionan en condiciones ideales, propiedades algebraicas, versiones estereotipadas de la historia, y en vez de eso debería ayudarnos a desarrollar una actitud crítica, a estimular la imaginación y la intuición, debería mostrarnos lo infinitamente compleja que es cualquier realidad humana, cualquier sociedad, cualquier organización.
En sus Cartas a un joven poeta, Rainer Maria Rilke recomienda buscar siempre lo más difícil, “porque ahí se encuentra todo lo viviente”. El arte nunca nace de la plenitud, nace, en cambio, de una cierta tensión del vacío y como una forma de resolver esa tensión, no anulándola, sino ofreciéndole un cuerpo y un alma, que es el objeto artístico.
Incluso podríamos decir lo mismo de la historia: es sobre todo en los períodos de guerra cuando se producen saltos en el desarrollo tecnológico y en la evolución social de las naciones.
El movimiento nace del desequilibrio. La vida nace del desequilibrio, de la diferencia de potenciales químicos, eléctricos, gravitatorios. La supuesta “muerte térmica” del universo ocurre cuando toda la energía se encuentra en un equilibrio inmóvil, tibio y eterno.
Una amiga cristiana se declaró antidarwiniana cuando le dije que nosotros éramos producto de un error genético. Las cucarachas son animales primitivos porque están tan bien diseñadas, son tan adaptables, que nunca tuvieron que evolucionar. El error es la quintaesencia del universo. La inteligencia sólo puede desarrollarse en la dificultad. Es así como nosotros nos definimos sobre todo por nuestras carencias y necesidades, por lo que no tenemos, por lo que no podemos alcanzar: “El hombre no se enamora de lo que ve, sino de lo que sueña”.
Por eso durante algunas tardes, cuando la ciudad, por unos segundos, parece intentar una siesta, imagino a un Dios equivocado e impotente, abatido por el destino de esta humanidad. Yo me recuesto en silencio, y me siento capaz de perdonarlo. Sólo un mundo disparatado produce vanguardias, teorías filosóficas, jóvenes idealistas, soñadores sin tregua. Si bien aceptar el mundo tal y como es resulta una proposición inmoral, lo cierto es que la vida en un paraíso terrenal equivaldría a una felicidad animal: inconsciente y vacua.
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