15 jul 2016
7 jul 2016
24 feb 2016
29 oct 2015
15 ago 2015
14 feb 2015
El ruido del trueno por Ray Bradbury
El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
-No me parece muy claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
- ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
- Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.
- Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera...
-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
- ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.
6 feb 2015
Táctica y estrategia - Mario Benedetti
Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos
mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible
mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos
mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos
mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.
mirarte
aprender como sos
quererte como sos
mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible
mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos
mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos
mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.
22 ene 2015
Asnos estúpidos. Cuento breve de Isaac Asimov.
Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados con anterioridad: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño nunca se había tenido que tachar ninguno de los nombres anotados.
En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantó la vista al notar que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo, estupendo. Hoy en día ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron- lo conozco.
Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado tan rápidamente de la inteligencia a la madurez. No será una equivocación, espero.
-De ningún modo, señor -respondió el mensajero.
-Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ese es el requisito -Naron soltó una risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron se quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía no, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
-En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Si, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable, como nadie, en la galaxia.
-¡Asnos estúpidos! -murmuró.
En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantó la vista al notar que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo, estupendo. Hoy en día ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron- lo conozco.
Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado tan rápidamente de la inteligencia a la madurez. No será una equivocación, espero.
-De ningún modo, señor -respondió el mensajero.
-Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ese es el requisito -Naron soltó una risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron se quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía no, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
-En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Si, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable, como nadie, en la galaxia.
-¡Asnos estúpidos! -murmuró.
Etiquetas
Asimov,
Cuentos,
Cuentos cortos,
Isaac Asimov,
Libros,
Literatura
19 may 2014
Voces - Fernando Ampuero
Voces
Fernando Ampuero
Recordé con exactitud que ella era la mujer de la que Juan Ramón me estaba hablando porque desde un principio había reparado en ciertos detalles: el traje sastre, las anticuadas gafas de carey, el moño cuidadosamente peinado.
–Tú tienes que haberla visto, Fernando. Fue hace una semana, el martes pasado.
–Sí, claro – repuse con total seguridad –. A eso de las siete, se estaba haciendo de noche. Por lo menos estuve viéndola unos diez minutos –y no me costó nada rememorarla, como si la tuviera de nuevo enfrente de mí.
Era una mujer bajita, pálida y, mirándola bien, bastante delicada, aunque ella parecía empeñarse en reflejar todo lo contrario. Lucía una expresión severa, casi hombruna. ¿Qué edad tendría? Yo le calculé treinta y uno, a lo sumo treinta y dos, pero luego Juan Ramón me dijo que veintisiete clavados. Era ella, no cabía duda, y además estaba con el chico, un niño de unos ocho años. Ella, el niño, yo, y tres individuos más, a quienes desconocía, aguardábamos entonces en la salita de espera del consultorio de Juan Ramón, un sitio fresco, bien ventilado, con vistosas macetas y sillones confortables en el piso doce de un moderno edificio de Miraflores.
Juan Ramón es otorrino, pero antes que nada es un viejo amigo. Esta amistad me permitió fingir una dolencia grave y saltarme el turno. Me recibió en seguida. Luego, unos veinte minutos después, atendería a la mujer del traje sastre.
– Alguna gente tiene memoria para las imágenes – reflexioné –. Otra, para las situaciones. A mí los recuerdos se me vienen con todo: imágenes, situaciones, incluso sonidos, como en las películas. Y respecto a este asunto, lo que de hecho tengo más presente es la relación de la madre con el chico... Ella tenía una actitud vigilante, pues el niño de cuando en cuando perdía la paciencia. ¡El pobre estaba con una cara de aburrimiento! – y eso también lo tengo frente a mis ojos. Lo estoy viendo.
El niño corretea de un lado a otro de la salita, lo cual suscita llamadas de atención de parte de ella, o bien permanece quieto, silencioso, absorto, con las manos pegadas al vidrio de una ventana contemplando la noche salpicada de lucecitas titilantes.
– Pero lo curioso, Fernando, es que ese mismo día yo te estuve hablando sobre casos extraños que se nos presentan a los otorrinos, ¿recuerdas?
Cómo no lo iba a recordar. Yo había ido a consultarlo ese día para hacerme ver los oídos, y en algún momento temí que lo mío también pudiera clasificarse de extraño.
Juan Ramón fue directo al grano tan pronto me recibió.
– ¿Qué tienes, Fernando?
– Nada grave, espero – dije con la inquietud propia de todo inerme mortal que acude al médico –. Pero digamos que cuando en la casa el televisor está encendido, el mundo puede venirse abajo y yo ni cuenta me doy.
Abrigaba la esperanza de que todo se redujera a un taco de cerumen, como me había vaticinado un compañero del diario.
– ¿Estás sordo o sordito? – preguntó sonriendo.
– Una pizca más que sordito.
– Bueno, hermano, deja que te examine – y con una linternilla y un monitor de videotoscopía comenzó a revisarme.
Medio minuto después, concluyó:
– Lo que tienes es oído de nadador, Fernando. Pero tranquilo, tranquilo, no te preocupes. Se trata de algo bastante común.
Si su diagnóstico requería de una semejanza, yo habría preferido, por cuestión de formas, que me dijera algo más acorde con lo que sentía.
– Mejor cambia de metáfora – repliqué entonces –. Yo me siento más con oído de picapedrero, o de obrero de fundición, o de como se llame el trabajo de esos pobres tipos con orejeras de los aeropuertos que van delante de los aviones aturdidos por el fragor de las turbinas.
– ¿Qué quieres decir?
– Pienso que, más que no oír, ocurre que confundo ruidos. Por ejemplo, suena una bocina en la calle y yo le respondo a mi mujer, que se encuentra en otra habitación: "Ya voy, mi amor, espérame un segundo". Es un poco ridículo, lo sé. Patricia se me acerca a cada rato a preguntarme: "¿Con quién estás hablando?".
Juan Ramón se echó a reír:
– Asegúrale que solamente estás un poco sordo, no loco – dijo. Y de pronto, volviendo a su tono profesional, añadió –: Y en cuanto a lo que dices, respecto a la metáfora, estás en un error. Yo no he recurrido a una metáfora. Sencillamente he descrito el estado de tu oído, que es el mismo de muchas personas aficionadas a los deportes marinos o a las piscinas, como es tu caso. Gente que está expuesta a que le penetre agua por el oído, lo cual motiva que el cartílago crezca en tamaño y se desempeñe como una suerte de muro de defensa, impidiendo el paso del agua al conducto auditivo. Es una defensa natural. Ahora bien, la consecuencia negativa de esto es que acabas oyendo menos.
Y fue en eso que, tal como dijera Juan Ramón, nuestra charla derivó a las raras anomalías de otros pacientes.
– Aunque en ese trance de confundir ruidos tomándolos por voces, algunas personas van más allá. Hay gente que puede oír parlamentos completos.
– ¿Cuántas frases?
– Dos o tres frases seguidas.
– ¡Qué extraordinario! – exclamé –. Eso ha debido ser lo que le sucedía a Ginsberg.
– ¿A Ginsberg? ¿Quién es Ginsberg?
– Un poeta... un poeta que tuve la ocasión de entrevistar en New York. Él me dijo que no era el autor de sus poemas. Dijo que apenas se consideraba a sí mismo un simple secretario, en vista de que solamente oía voces, unas voces que le dictaban versos, y que todo su trabajo consistía en copiarlos en un cuaderno. Yo interpreté aquello, naturalmente, como una lírica exaltación del hecho artístico, de la creación literaria. Pero tal vez me equivoco, ¿no?
– No lo sé – sonrió Juan Ramón –. Para darte una respuesta tendría que examinar los oídos de ese tal Ginsberg – me abstuve de informarle que eso ya no era posible, pues el poeta acababa de morir unos días atrás; pero seguí escuchándolo con creciente atención–. Pero, eso sí, da por sentado que él, Ginsberg, no ha sido más que uno de tantos escritores en esa circunstancia... ¿Qué crees que les pasaba a los desconocidos autores de la Biblia? Ellos también oían voces. Para ser más exactos, oían voces todo el tiempo, casi como si estuvieran escuchando la radio. En los relatos del Antiguo Testamento, incontables veces resuena la poderosa voz de Jehová hablándoles a los judíos desde el firmamento, sin contar la infinidad de ángeles y arcángeles con recomendaciones celestes que se les aparecen cada dos páginas –y de pronto, entusiasmado, Juan Ramón se adentró en el terreno patológico–. ¡Uy, Fernando, sobre este tema podríamos hablar horas! ¡No tienes idea! Un colega mío, que vive en Filadelfia y da charlas en universidades norteamericanas, conoce los casos más variados. Él ha conocido a gente que oye voces en determinadas horas del día, horas muy específicas; me habló cierta vez de alguien que las oía de nueve a diez de la mañana y el resto del día vivía normalmente.
– ¡Pero qué son esos patas! ¿Dementes con horario?
– Bueno, sí, es un tipo de esquizofrenia. Aunque no todos lo que sufren de esto lo saben, y por eso mismo caen en los consultorios de los otorrinos. Piensan que su mal se debe a una causa física.
– ¿Y qué hacen los otorrinos en tales casos?
– Teatro.
– ¿Qué?
– Teatro, un poco de teatro – reiteró Juan Ramón –. Mira, hermano, buena parte del modus operandi en varias profesiones depende del dominio de escena. Hay que observar al paciente con serenidad, asentir con la cabeza en tren comprensivo, sonreír a fin de infundir ánimos o sacar a relucir un par de términos especializados, lo suficientemente rebuscados y ambiguos como para no decir nada pero dando la sensación de que se está arribando a un punto esencial. Con este teatro, en suma, el médico puede ganar tiempo y hallar una salida.
Sin embargo, para ir de una buena vez a lo que aquí nos interesa, una cosa es decir lo que se suele hacer, y otra, muy distinta, demostrarlo en los hechos.
La teoría histriónica de Juan Ramón tendría la excepcional ocasión de confrontarse de inmediato con la práctica, y la verdad es que, al levantarse el telón, mi amigo trastabilló. Perdió aplomo, control emocional. Ciertamente fueron apenas unos segundos, pero eso bastó para echar por tierra su teoría. La siguiente consulta, que correspondió a la mujer del sastre y el niño, lo puso en evidencia.
–Fue una consulta singular desde el primer momento –Juan Ramón hablaba ahora en la terraza de su casa de playa, donde me había invitado a tomar una copa. Ya había pasado una semana, en la que no nos habíamos visto, y, si bien la turbadora impresión ante la experiencia que le tocó vivir estaba superada, algo anidaba en su alma, como un remanente, como la secuela de una oscura frustración –. Para empezar, el niño, que era obviamente a quien tenía que revisar (de lo contrario ella habría venido sola), no respondió a ninguno de mis cordiales gestos de bienvenida, mostrándose esquivo, como si desconfiara de las sonrisas. No debí sorprenderme ante ello. A los niños no les gustan los médicos, y a ese respecto son muy transparentes en sus sentimientos. Pero sospeché algo raro, sin llegar a determinar qué era. Luego, tropecé con la preocupación de la madre, una preocupación lógica, especialmente cuando se tiene un hijo enfermo. Pero aquello, también, me daría mala espina. Más que una preocupación, ella se sentía más bien incómoda ante la actitud de su hijo...
Juan Ramón decidió reconstruir la escena de esa consulta justamente como en un montaje teatral. O así, al menos, yo lo imaginé: la mujer y el niño, formalitos, sentados frente a su fino escritorio de caoba; él, en impecable bata blanca, haciendo anotaciones en una ficha nueva.
– No sé qué hacer con mi hijo, doctor –dijo ella –. Pero tengo la esperanza de que usted me ayudará a solucionar su problema.
– ¿Problema de garganta o de oído?
– De oído.
– ¿Qué es lo que le pasa?
– No oye bien, doctor. O mejor dicho, puede oír unas cosas y otras no las oye... Al principio, por supuesto, pensé que se conducía así por pura malcriadez. Pero ahora, no sé cómo decirlo... me parece que hay cosas que él realmente no alcanza a oír.
El niño, callado y con las manitos entrelazadas, miraba de reojo a su madre.
Juan Ramón iba a proseguir con su rutinario interrogatorio preliminar, pero se detuvo en seco. E impulsivamente se incorporó de su asiento y se aproximó al niño, a fin de cuchichearle algo al oído. Luego, le preguntó:
– ¿Has escuchado lo que te dije?
– Sí – murmuró el niño.
– ¿Qué te dije?
– Me ha dicho: "Los enanitos tienen patas rojas".
Juan Ramón le guiñó un ojo:
– Es correcto – dijo, y volviéndose un segundo hacia la madre, acotó –: No es un problema de baja audición.
El niño le parecía normal en sus reacciones al diálogo que los tres sostenían, pero a ratos lo percibía hostil y hasta atemorizado. Como si ellos lo quisieran molestar, como si no le gustara el mundo de los adultos. Sea como fuere, sabía muy bien que el único camino para formarse una opinión demandaba otras pruebas: examinarlo con el videotoscopio o hacerle una audimetría. Aquello le tomaría cierto tiempo. Se dirigió sin dilación hacia un recodo del consultorio, dispuesto a alistar su instrumental. Y mientras tanto, prosiguió distraídamente su interrogatorio, desgranando preguntas, acopiando toda suerte de datos sobre su joven paciente.
La mujer, muy aplicada, daba las respuestas. El niño no sufría enfermedades crónicas, nunca había padecido de otitis, no oía música en walkman, no utilizaba Q-tips en su aseo personal, no registraba antecedentes familiares de sordera. Sebastián, a cada respuesta, iba descartando posibles causales. Hasta que, en una de esas, la mujer soltó algo que no venía al caso. Afirmó que el padre del niño, del cual estaba divorciada y al que no veía hace dos años, tenía pie plano, y que esa desagradable malformación la había heredado su hijo.
Sebastián paró la oreja, como si ese comentario estuviera repleto de secretos, y advirtió que el niño se miraba los pies. Luego, concentrándose otra vez, o simulando que se concentraba en la conexión del cable de su linternilla, sufrió un leve acceso de tos.
– Hay una pregunta que no le he hecho – dijo entonces, lentamente. – ¿Puede decirme qué es lo que su hijo oye y qué es lo que no oye?
La mujer levantó la barbilla para responder:
– Lo que oye no tiene importancia, doctor. Escucha perfectamente la televisión, los ruidos de la calle, y a usted o a mí cuando le hablamos. Me inquieta más bien lo que no oye. Nunca obedece lo que le dice mi madre, ni tampoco lo que le dice mi padre –y dirigiéndose al niño –: ¿Es cierto lo que digo o no?
– Sí – dijo el niño, enfurruñado.
– ¿Y por qué no lo haces? – insistió la mujer.
– Porque no los oigo – dijo el niño.
– Ya ve, doctor. Dice que no los oye.
Juan Ramón se vio obligado a intervenir:
– ¿Por qué no oyes a tus abuelos? – indagó –. ¿Acaso hablan muy bajito?
– No lo sé –dijo el niño.
– ¿No te llevas bien con ellos?
– No lo sé – repitió –. No los oigo.
La mujer meneó enérgicamente la cabeza, como dando a entender que todo lo que le ocurría a su hijo la estaba poniendo muy nerviosa.
Procurando calmarla, Juan Ramón se volvió esta vez hacia ella:
– ¿Y usted vive hace mucho con sus padres? – preguntó.
– Sí, desde que me divorcié – dijo ella –. Una vez que me divorcié, regresé a la casa de mis padres. Eso habrá sido tres meses antes del accidente.
– ¿De qué accidente?
– Del accidente de mis padres – la mujer hablaba ahora más tranquila. Su hijo, que ya no se miraba los pies, había puesto una de sus manitos sobre el regazo materno –. Mis padres fallecieron en ese accidente horrible, el del avión que cayó al mar, hace un año.
Juan Ramón la observó en silencio, presa de un ligero temblor, como si una ventana se hubiera abierto de pronto dejando entrar un viento helado.
– Pero yo hablo con ellos todos los días, doctor – prosiguió ella –. A la hora del desayuno, antes de salir a trabajar, y también en las noches, antes de irnos a dormir. En casa todos vemos juntos la televisión, y charlamos animadamente largo rato. Mis padres son muy conversadores. ¡Pero este chico ni caso les hace!
–Tú tienes que haberla visto, Fernando. Fue hace una semana, el martes pasado.
–Sí, claro – repuse con total seguridad –. A eso de las siete, se estaba haciendo de noche. Por lo menos estuve viéndola unos diez minutos –y no me costó nada rememorarla, como si la tuviera de nuevo enfrente de mí.
Era una mujer bajita, pálida y, mirándola bien, bastante delicada, aunque ella parecía empeñarse en reflejar todo lo contrario. Lucía una expresión severa, casi hombruna. ¿Qué edad tendría? Yo le calculé treinta y uno, a lo sumo treinta y dos, pero luego Juan Ramón me dijo que veintisiete clavados. Era ella, no cabía duda, y además estaba con el chico, un niño de unos ocho años. Ella, el niño, yo, y tres individuos más, a quienes desconocía, aguardábamos entonces en la salita de espera del consultorio de Juan Ramón, un sitio fresco, bien ventilado, con vistosas macetas y sillones confortables en el piso doce de un moderno edificio de Miraflores.
Juan Ramón es otorrino, pero antes que nada es un viejo amigo. Esta amistad me permitió fingir una dolencia grave y saltarme el turno. Me recibió en seguida. Luego, unos veinte minutos después, atendería a la mujer del traje sastre.
– Alguna gente tiene memoria para las imágenes – reflexioné –. Otra, para las situaciones. A mí los recuerdos se me vienen con todo: imágenes, situaciones, incluso sonidos, como en las películas. Y respecto a este asunto, lo que de hecho tengo más presente es la relación de la madre con el chico... Ella tenía una actitud vigilante, pues el niño de cuando en cuando perdía la paciencia. ¡El pobre estaba con una cara de aburrimiento! – y eso también lo tengo frente a mis ojos. Lo estoy viendo.
El niño corretea de un lado a otro de la salita, lo cual suscita llamadas de atención de parte de ella, o bien permanece quieto, silencioso, absorto, con las manos pegadas al vidrio de una ventana contemplando la noche salpicada de lucecitas titilantes.
– Pero lo curioso, Fernando, es que ese mismo día yo te estuve hablando sobre casos extraños que se nos presentan a los otorrinos, ¿recuerdas?
Cómo no lo iba a recordar. Yo había ido a consultarlo ese día para hacerme ver los oídos, y en algún momento temí que lo mío también pudiera clasificarse de extraño.
Juan Ramón fue directo al grano tan pronto me recibió.
– ¿Qué tienes, Fernando?
– Nada grave, espero – dije con la inquietud propia de todo inerme mortal que acude al médico –. Pero digamos que cuando en la casa el televisor está encendido, el mundo puede venirse abajo y yo ni cuenta me doy.
Abrigaba la esperanza de que todo se redujera a un taco de cerumen, como me había vaticinado un compañero del diario.
– ¿Estás sordo o sordito? – preguntó sonriendo.
– Una pizca más que sordito.
– Bueno, hermano, deja que te examine – y con una linternilla y un monitor de videotoscopía comenzó a revisarme.
Medio minuto después, concluyó:
– Lo que tienes es oído de nadador, Fernando. Pero tranquilo, tranquilo, no te preocupes. Se trata de algo bastante común.
Si su diagnóstico requería de una semejanza, yo habría preferido, por cuestión de formas, que me dijera algo más acorde con lo que sentía.
– Mejor cambia de metáfora – repliqué entonces –. Yo me siento más con oído de picapedrero, o de obrero de fundición, o de como se llame el trabajo de esos pobres tipos con orejeras de los aeropuertos que van delante de los aviones aturdidos por el fragor de las turbinas.
– ¿Qué quieres decir?
– Pienso que, más que no oír, ocurre que confundo ruidos. Por ejemplo, suena una bocina en la calle y yo le respondo a mi mujer, que se encuentra en otra habitación: "Ya voy, mi amor, espérame un segundo". Es un poco ridículo, lo sé. Patricia se me acerca a cada rato a preguntarme: "¿Con quién estás hablando?".
Juan Ramón se echó a reír:
– Asegúrale que solamente estás un poco sordo, no loco – dijo. Y de pronto, volviendo a su tono profesional, añadió –: Y en cuanto a lo que dices, respecto a la metáfora, estás en un error. Yo no he recurrido a una metáfora. Sencillamente he descrito el estado de tu oído, que es el mismo de muchas personas aficionadas a los deportes marinos o a las piscinas, como es tu caso. Gente que está expuesta a que le penetre agua por el oído, lo cual motiva que el cartílago crezca en tamaño y se desempeñe como una suerte de muro de defensa, impidiendo el paso del agua al conducto auditivo. Es una defensa natural. Ahora bien, la consecuencia negativa de esto es que acabas oyendo menos.
Y fue en eso que, tal como dijera Juan Ramón, nuestra charla derivó a las raras anomalías de otros pacientes.
– Aunque en ese trance de confundir ruidos tomándolos por voces, algunas personas van más allá. Hay gente que puede oír parlamentos completos.
– ¿Cuántas frases?
– Dos o tres frases seguidas.
– ¡Qué extraordinario! – exclamé –. Eso ha debido ser lo que le sucedía a Ginsberg.
– ¿A Ginsberg? ¿Quién es Ginsberg?
– Un poeta... un poeta que tuve la ocasión de entrevistar en New York. Él me dijo que no era el autor de sus poemas. Dijo que apenas se consideraba a sí mismo un simple secretario, en vista de que solamente oía voces, unas voces que le dictaban versos, y que todo su trabajo consistía en copiarlos en un cuaderno. Yo interpreté aquello, naturalmente, como una lírica exaltación del hecho artístico, de la creación literaria. Pero tal vez me equivoco, ¿no?
– No lo sé – sonrió Juan Ramón –. Para darte una respuesta tendría que examinar los oídos de ese tal Ginsberg – me abstuve de informarle que eso ya no era posible, pues el poeta acababa de morir unos días atrás; pero seguí escuchándolo con creciente atención–. Pero, eso sí, da por sentado que él, Ginsberg, no ha sido más que uno de tantos escritores en esa circunstancia... ¿Qué crees que les pasaba a los desconocidos autores de la Biblia? Ellos también oían voces. Para ser más exactos, oían voces todo el tiempo, casi como si estuvieran escuchando la radio. En los relatos del Antiguo Testamento, incontables veces resuena la poderosa voz de Jehová hablándoles a los judíos desde el firmamento, sin contar la infinidad de ángeles y arcángeles con recomendaciones celestes que se les aparecen cada dos páginas –y de pronto, entusiasmado, Juan Ramón se adentró en el terreno patológico–. ¡Uy, Fernando, sobre este tema podríamos hablar horas! ¡No tienes idea! Un colega mío, que vive en Filadelfia y da charlas en universidades norteamericanas, conoce los casos más variados. Él ha conocido a gente que oye voces en determinadas horas del día, horas muy específicas; me habló cierta vez de alguien que las oía de nueve a diez de la mañana y el resto del día vivía normalmente.
– ¡Pero qué son esos patas! ¿Dementes con horario?
– Bueno, sí, es un tipo de esquizofrenia. Aunque no todos lo que sufren de esto lo saben, y por eso mismo caen en los consultorios de los otorrinos. Piensan que su mal se debe a una causa física.
– ¿Y qué hacen los otorrinos en tales casos?
– Teatro.
– ¿Qué?
– Teatro, un poco de teatro – reiteró Juan Ramón –. Mira, hermano, buena parte del modus operandi en varias profesiones depende del dominio de escena. Hay que observar al paciente con serenidad, asentir con la cabeza en tren comprensivo, sonreír a fin de infundir ánimos o sacar a relucir un par de términos especializados, lo suficientemente rebuscados y ambiguos como para no decir nada pero dando la sensación de que se está arribando a un punto esencial. Con este teatro, en suma, el médico puede ganar tiempo y hallar una salida.
Sin embargo, para ir de una buena vez a lo que aquí nos interesa, una cosa es decir lo que se suele hacer, y otra, muy distinta, demostrarlo en los hechos.
La teoría histriónica de Juan Ramón tendría la excepcional ocasión de confrontarse de inmediato con la práctica, y la verdad es que, al levantarse el telón, mi amigo trastabilló. Perdió aplomo, control emocional. Ciertamente fueron apenas unos segundos, pero eso bastó para echar por tierra su teoría. La siguiente consulta, que correspondió a la mujer del sastre y el niño, lo puso en evidencia.
–Fue una consulta singular desde el primer momento –Juan Ramón hablaba ahora en la terraza de su casa de playa, donde me había invitado a tomar una copa. Ya había pasado una semana, en la que no nos habíamos visto, y, si bien la turbadora impresión ante la experiencia que le tocó vivir estaba superada, algo anidaba en su alma, como un remanente, como la secuela de una oscura frustración –. Para empezar, el niño, que era obviamente a quien tenía que revisar (de lo contrario ella habría venido sola), no respondió a ninguno de mis cordiales gestos de bienvenida, mostrándose esquivo, como si desconfiara de las sonrisas. No debí sorprenderme ante ello. A los niños no les gustan los médicos, y a ese respecto son muy transparentes en sus sentimientos. Pero sospeché algo raro, sin llegar a determinar qué era. Luego, tropecé con la preocupación de la madre, una preocupación lógica, especialmente cuando se tiene un hijo enfermo. Pero aquello, también, me daría mala espina. Más que una preocupación, ella se sentía más bien incómoda ante la actitud de su hijo...
Juan Ramón decidió reconstruir la escena de esa consulta justamente como en un montaje teatral. O así, al menos, yo lo imaginé: la mujer y el niño, formalitos, sentados frente a su fino escritorio de caoba; él, en impecable bata blanca, haciendo anotaciones en una ficha nueva.
– No sé qué hacer con mi hijo, doctor –dijo ella –. Pero tengo la esperanza de que usted me ayudará a solucionar su problema.
– ¿Problema de garganta o de oído?
– De oído.
– ¿Qué es lo que le pasa?
– No oye bien, doctor. O mejor dicho, puede oír unas cosas y otras no las oye... Al principio, por supuesto, pensé que se conducía así por pura malcriadez. Pero ahora, no sé cómo decirlo... me parece que hay cosas que él realmente no alcanza a oír.
El niño, callado y con las manitos entrelazadas, miraba de reojo a su madre.
Juan Ramón iba a proseguir con su rutinario interrogatorio preliminar, pero se detuvo en seco. E impulsivamente se incorporó de su asiento y se aproximó al niño, a fin de cuchichearle algo al oído. Luego, le preguntó:
– ¿Has escuchado lo que te dije?
– Sí – murmuró el niño.
– ¿Qué te dije?
– Me ha dicho: "Los enanitos tienen patas rojas".
Juan Ramón le guiñó un ojo:
– Es correcto – dijo, y volviéndose un segundo hacia la madre, acotó –: No es un problema de baja audición.
El niño le parecía normal en sus reacciones al diálogo que los tres sostenían, pero a ratos lo percibía hostil y hasta atemorizado. Como si ellos lo quisieran molestar, como si no le gustara el mundo de los adultos. Sea como fuere, sabía muy bien que el único camino para formarse una opinión demandaba otras pruebas: examinarlo con el videotoscopio o hacerle una audimetría. Aquello le tomaría cierto tiempo. Se dirigió sin dilación hacia un recodo del consultorio, dispuesto a alistar su instrumental. Y mientras tanto, prosiguió distraídamente su interrogatorio, desgranando preguntas, acopiando toda suerte de datos sobre su joven paciente.
La mujer, muy aplicada, daba las respuestas. El niño no sufría enfermedades crónicas, nunca había padecido de otitis, no oía música en walkman, no utilizaba Q-tips en su aseo personal, no registraba antecedentes familiares de sordera. Sebastián, a cada respuesta, iba descartando posibles causales. Hasta que, en una de esas, la mujer soltó algo que no venía al caso. Afirmó que el padre del niño, del cual estaba divorciada y al que no veía hace dos años, tenía pie plano, y que esa desagradable malformación la había heredado su hijo.
Sebastián paró la oreja, como si ese comentario estuviera repleto de secretos, y advirtió que el niño se miraba los pies. Luego, concentrándose otra vez, o simulando que se concentraba en la conexión del cable de su linternilla, sufrió un leve acceso de tos.
– Hay una pregunta que no le he hecho – dijo entonces, lentamente. – ¿Puede decirme qué es lo que su hijo oye y qué es lo que no oye?
La mujer levantó la barbilla para responder:
– Lo que oye no tiene importancia, doctor. Escucha perfectamente la televisión, los ruidos de la calle, y a usted o a mí cuando le hablamos. Me inquieta más bien lo que no oye. Nunca obedece lo que le dice mi madre, ni tampoco lo que le dice mi padre –y dirigiéndose al niño –: ¿Es cierto lo que digo o no?
– Sí – dijo el niño, enfurruñado.
– ¿Y por qué no lo haces? – insistió la mujer.
– Porque no los oigo – dijo el niño.
– Ya ve, doctor. Dice que no los oye.
Juan Ramón se vio obligado a intervenir:
– ¿Por qué no oyes a tus abuelos? – indagó –. ¿Acaso hablan muy bajito?
– No lo sé –dijo el niño.
– ¿No te llevas bien con ellos?
– No lo sé – repitió –. No los oigo.
La mujer meneó enérgicamente la cabeza, como dando a entender que todo lo que le ocurría a su hijo la estaba poniendo muy nerviosa.
Procurando calmarla, Juan Ramón se volvió esta vez hacia ella:
– ¿Y usted vive hace mucho con sus padres? – preguntó.
– Sí, desde que me divorcié – dijo ella –. Una vez que me divorcié, regresé a la casa de mis padres. Eso habrá sido tres meses antes del accidente.
– ¿De qué accidente?
– Del accidente de mis padres – la mujer hablaba ahora más tranquila. Su hijo, que ya no se miraba los pies, había puesto una de sus manitos sobre el regazo materno –. Mis padres fallecieron en ese accidente horrible, el del avión que cayó al mar, hace un año.
Juan Ramón la observó en silencio, presa de un ligero temblor, como si una ventana se hubiera abierto de pronto dejando entrar un viento helado.
– Pero yo hablo con ellos todos los días, doctor – prosiguió ella –. A la hora del desayuno, antes de salir a trabajar, y también en las noches, antes de irnos a dormir. En casa todos vemos juntos la televisión, y charlamos animadamente largo rato. Mis padres son muy conversadores. ¡Pero este chico ni caso les hace!
Etiquetas
Cuentos,
Cuentos cortos,
Escritores Peruanos,
Fernando Ampuero,
Libros,
Libros al viento,
Literatura,
Perú
28 mar 2014
Gobierno anuncia cambio de bandera
DECRETO PRESIDENCIAL
El Gobierno anunció hoy que va a reemplazar
la bandera nacional por un CONDÓN,
porque este representa más claramente la
acción y gestión de nuestros últimos gobernantes,
ya que un condón resiste la inflación,
detiene la producción, destruye a la próxima
generación y le da a la gente una sensación de
seguridad mientras la están clavando…
MENOS ARMAS...MÁS LIBROS...
la bandera nacional por un CONDÓN,
porque este representa más claramente la
acción y gestión de nuestros últimos gobernantes,
ya que un condón resiste la inflación,
detiene la producción, destruye a la próxima
generación y le da a la gente una sensación de
seguridad mientras la están clavando…
MENOS ARMAS...MÁS LIBROS...
Etiquetas
Bandera,
Cambio de bandera,
Condón Uribestias,
Política.,
Santos
24 jul 2013
Improbabilità por Giuseppe Colarusso.
Esta serie de objetos extraños y surrealistas titulada
"Improbabilità" fue realizada por el artista italiano Giuseppe Colarusso, secuestrando los objetos cotidianos para que sean deliciosamente inutilizables.
Algunas de las creaciones improbables, pero no imposibles, expuestas muy simplemente
como naturalezas muertas, que desvían los códigos funcionales de los objetos
que nos rodean...
Suscribirse a:
Entradas (Atom)